Algo huele a podrido en el futbol

No quiero que mis hijos jueguen al fútbol. No quiero. Me encantaría que hagan deporte, pero intentaré que no sea éste. Y a lo mejor no lo puedo evitar y tengo que aguantarme. Sobre todo porque el fútbol me gusta y va a ser difícil que no les contagie esa afición. Pero no quiero que jueguen al fútbol. Y no es por tener que levantarme los sábados por la mañana temprano para ir al partido y que vuelvan a casa llenos de barro después de recibir un saco de goles. Es porque lo que sucede en muchos partidos y entrenamientos con los niños es muy desagradable. Y no es algo que deban aprender. Ni siquiera ver. O al menos a mí me lo parece. No quiero tener que ir a ver los partidos de mis hijos y tener que estar pendiente de que unos u otros padres o madres se enzarcen en discusiones, gritos o incluso peleas. O ver cómo un padre le dice al portero del equipo rival «te jodes» al recibir un gol. No quiero ver, ni que mis hijos vean, esto o esto en directo.

Cuando yo iba al colegio y al instituto, jugué al baloncesto. No recuerdo haber visto ningún comportamiento desagradable ni agresivo por parte de nadie. De ningún padre o madre, me refiero. Porque son peor que los niños. Y lo siento, pero de momento, en este grupo de padres y madres no me puedo incluir, por eso hablo en tercera personal del plural. Ganábamos o perdíamos, y estábamos contentos o enfadados, pero no era el mismo ambiente que se ve ahora en el fútbol. Y es que algo huele a podrido en el fútbol.

Supongo que todos queremos que nuestros hijos sean los mejores en lo que hacen. Pero a ciertas edades, tienen toda la vida por delante para serlo. Y no pasa nada si no lo son. No pasa nada si no son el nuevo Messi o el nuevo Ronaldo. Ya habrá otra cosa en la que destaquen. Y si no, sus padres tendrán que enseñarles que no pasa nada por no ser el mejor y que se puede ser feliz sin serlo. Simplemente jugando y pasándolo bien, haciéndolo lo mejor que se puede. Mientras tanto, pueden aprender a esforzarse por mejorar, a trabajar en equipo, a saber perder (sí, perder, no pasa nada por perder).

Dentro de unos años, los mellizos o su hermana mayor (sí, las niñas también pueden) puede que quieran jugar al fútbol en el equipo de su colegio. O quizá tengamos suerte y prefieran el baloncesto, el balonmano o el bádminton. Lo que es seguro, es que no nos empeñaremos en que sean los mejores ni la montaremos en los partidos. Son niños. Simplemente se trata de que se lo pasen bien.

En la puerta del colegio…

 

En la puerta de mi colegio se ven muchas cosas. Buenas, malas y regulares. Cosas que hacen los papás y las mamás, y cosas que hacen los niños y las niñas.

 

En la puerta de mi colegio hay coches muy mal aparcados. Muchos coches muy mal aparcados. Demasiados. Incluso se quedan mal aparcados como si no pasara nada mientras mamá o papá están cascando. Mucho tiempo. O mientras están sentados dentro mirando el teléfono móvil.

 

En la puerta de mi colegio hay niños y niñas que van corriendo, saltando, agarrados de la mano con otros, contentos y felices porque la gusta ir al cole. Y también los hay que van tristes, e incluso llorando porque no quieren quedarse allí, aunque ya estemos en noviembre.

 

En la puerta de mi colegio hay padres y madres que tienen prisa, malhumorados, agobiados, porque no llegan vete tú a saber dónde. También hay otros que están contentos, ríen con sus hijos, juegan con ellos, incluso aunque tengan prisa y lleguen también tarde. El mal humor no te hace llegar antes.

 

En la puerta de mi colegio también hay padres y madres que cruzan el semáforo en rojo, sin importarle que les vean los hijos y las hijas de los demás (incluso los suyos) que tienen que aprender que solo se cruza en verde. Hay otros que cruzan cuando tienen que hacerlo, bravo por ellos.

 

En la puerta de mi colegio hay corros de mamás y de papás hablando de los deberes, de las actividades extraescolares, de los profesores, de los modelitos que llevan otras mamás y papás, del buen día que se va a quedar… O que van juntos a tomar un café para hacerlo con más calma, y sin pasar frío.

 

En la puerta de mi colegio hay abuelos y abuelas con sus nietos y nietas porque su padre o su madre no pueden llevarles. Es lo que tiene este país en el que, en algunas ocasiones, es imposible conseguir una conciliación para no tener que depender de nadie en lo más básico.

 

En la puerta de mi colegio estamos Julia y yo. Julia va contenta, corre y se agarra de la mano de sus compis. Yo, algunos días tengo prisa, pero no me enfado con el mundo, no aparco mal, y no cruzo en rojo. Tampoco me quedo hablando en corros, pero es que no soy muy hablador.

 

Y, como dice la canción, algunos días también, en la puerta de mi colegio hay un charco y no ha llovido…

 

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¿Qué pasa si…?

 

 

A veces los hijos de ponen un poco cabezones. Si se empeñan en algo, puede ser realmente complicado hacer que cambien de opinión. Si quieren, y, sobre todo si no quieren, hacer algo, a ver cómo los convencemos de lo contrario.

 

Y en estas andaba un día cuando se me ocurrió abandonar la táctica del «lo haces porque hay que hacer caso a papá» (a veces nos ponemos un poco dictadores, sí). Y probé algo nuevo.

 
– Papá, me hago pis
– Pues vete al baño y lo haces
– Pero es que no quiero ir sola
– Pero si vas sola muchas veces
…Aquí podría seguir un diálogo de forma indefinida pero no aportaría avances. Hasta que se me ocurrió la preguntita..
– Y ¿qué pasa si vas tú sola?
– Pues que me da miedo

 
El caso es que, al final, no me pude librar de tener que levantarme del sofá y dejar de no hacer nada, pero, por lo menos, sabía por qué no quiere ir al baño sola algunas veces. Y la información siempre es valiosa. Así que siempre intento recordar hacer una pegunta similar en estas situaciones. Como mínimo, me ayuda a entender el porqué de las cosas, y eso nunca es malo.

 

Pero desde hace unos días, le he pegado una vuelta. ¿Por qué le tengo que preguntar a ella? A lo mejor me lo tengo que preguntar a mí mismo, por lo menos de vez en cuando. Quizá me ayude a darme cuenta de que a veces me pongo un poco cabezón, intransigente e impaciente con ciertas cosas. Últimamente me han recordado (gracias mamá) que pierdo la paciencia con ella más rápido que con nadie, y esto me esta ayudando a controlarlo.

 

¿Qué pasa si me levanto del sofá, dejo de no hacer nada y la acompaño a hacer pis? Nada, cabezón, no va a necesitar que la acompañes hasta los 30 años. ¿Qué pasa si hoy vamos al parque en lugar de a la plaza aunque se pueda llenar de arena? Nada, cazurro, si hace falta se ducha y ya está. ¿Qué pasa si al parar el coche le dejo que se desabroche el cinturón cuando me pegunta? Nada, melón, si ya estamos parados. ¿Qué pasa si en el autobús le dejo que pique ella con la tarjeta? Nada, zoquete, si llega perfectamente y a los conductores les hace gracia. ¿Qué pasa si le dejo meter a ella las llaves en la cerradura cuando lo pide? Nada, membrillo, si lo sabe hacer perfectamente y así se siente útil.

 

O sea que estoy en fase de cambio. Ahora me pregunto las cosas a mí mismo. Y casi siempre descubro que son cosas que a ella la hacen feliz y a mí, cabezón, cazurro, melón, zoquete, membrillo… resulta que me hacen feliz también.

No me gusta Jalogüín

 

Que no. Lo siento pero no. No puedo con Jalogüín. Y respeto que a quién le guste lo disfrute, como cualquier fiesta, faltaba más. Pero yo no. No participo. No me disfrazo. No doy sustos. No pido chuches.

 

No me gusta que desde más de una semana antes, nos lo empiecen a meter con embudo por todas partes. Vas al supermercado, y tienen dulces de Jalogüín. Te meten un catálogo de una gran superficie en el buzón, y hay disfraces de Jalogüín. Te tropiezas con Gran Hermano en la tele (o lo ves un rato, qué pasa), y están celebrando Jalogüín. Ves, cuatro días antes mientras vas al cole, a niños disfrazados, para celebrar Jalogüín. ¡Cuatro días antes! Debe haber obligación de celebrarlo sí o sí y lo metemos con calzador el día que sea. No me gusta. Para empezar las cosas antes de tiempo, ya tenemos bastante con la Navidad.

 

No me gusta que a las diez de la noche venga una panda de niños disfrazados a llamar a la puerta pidiendo chuches. Y que no se te ocurra no abrirles. El año pasado nos dejaron tirados unos papeles sucios. Claro, como en Estados Unidos. No me gusta. Supongo que a los padres de estos niños sí que les gusta, no eran tan mayores con para estar a esas horas por la calle sin permiso, así que no me creo que no sepan a qué salen. Cada uno puede disfrutar de la fiesta que quiera, pero no molestar, por favor. No me gusta.

 

Y no me gusta que hayamos adoptado una fiesta de otro país, el que sea, y que, si encima no te gusta o no quieres celebrarla, haya gente a la que le parezca mal. Que parece que es una fiesta nuestra de toda la vida y hay obligación de disfrazarse de esqueleto, asustar a la gente por la calle y volver a casa con una bolsa llena de caramelos (los niños, claro). No me gusta.

 

halloween

 

Así que el lunes por la noche, ni los días previos, no nos vamos a disfrazar. No vamos a comprar chuches de Jalogüín, por muy buena pinta que tengan. Y mejor no pensar en lo que puede pasar como alguien toque a la puerta estando los mellizos dormidos…

 

¿Os gusta Jalogüín? ¿Lo vais a celebrar? ¿Vais a venir a tocarme la puerta para tocarme los…?

 

 

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Oye, maltratador

 

Oye, maltratador, la próxima vez vayas a ponerle la mano encima a tu hijo, piensa en ti cuando eras como él. Piensa en cuánto querías a tu padre. Tu hijo también te quiere, como a nada en el mundo. Un mundo que se le derrumba cada vez que le pegas. Un mundo que no comprende porque debería ser feliz, pero tú se lo impides.

Oye, maltratador, ¿sabes lo que es el miedo? ¿Alguna vez lo has sentido? ¿Te has escondido debajo de la cama deseando que no te encuentren? No puedo imaginar como debe ser tener miedo de estar en tu propia casa. Tener miedo de contarle a cualquiera que tu padre te pega, te hace daño, te maltrata. Tener miedo de no saber cuando parará de hacerlo, o simplemente de no saber cuando será la próxima vez. Tener miedo de encontrarte por el pasillo con una de las personas que más quieres, por si acaso…

Oye, maltratador. Ahora me dirás que tienes problemas, y te excusarás en ellos. Que la vida es muy dura, y que, esta vez, ha sido la última. O que cuando eras niño te tocó a ti. Lo siento. Ninguna de esas excusas vale nada. Ninguna justifica lo que haces. Eres un monstruo, un ser despreciable. Estoy seguro de que en cuanto alguien te planta cara te derrumbas. Porque aunque creas que no, eres muy débil. Tan débil que, para creerte fuerte, tienes pegar a un niño. A tu hijo. Solo espero que él encuentre la forma de escapar de ti para acabar con esto. Tú, otra vez, eres tan débil que no tienes la fuerza suficiente para pedir ayuda.

Oye, maltratador. Eres miserable. Despreciable. Te podría seguir insultando. Podría seguir poniendo nombre a lo que haces. Pero no mereces ni un segundo. Vete, aquí no hay sitio para ti. La gente como tú debería estar encerrada, con más gente como tú. Todos juntos. Así veríais lo valientes que sois. Cobardes.

maltratador

 

Oye, maltratador. Si algún día te arrepientes, de verdad, corre a abrazar a tu hijo. Hazlo muy fuerte. Tan fuerte como le pegabas. Y date cuenta de que él es más fuerte que tú. Y, por eso, te perdonará. Al fin y al cabo, con todo lo que le has hecho sufrir, todavía TE QUIERE.

¿Hay que compartir?

 

Esta mañana cuando he salido de casa de camino al trabajo, me he encontrado con un amigo al que hacía mucho tiempo que no veía. Después de ponernos al día, me ha pedido, sorprendentemente, 500 euros. Me lo he pensado un poco, pero se los he dejado, hay que compartir. Después, al aparcar el coche para caminar hacia el trabajo, ha aparecido un desconocido diciendo que necesitaba ir a Madrid y no tenía forma de hacerlo, así que le he dejado las llaves de mi coche, porque hay que compartir. Ya en el curro, una compañera con la que casi nunca hablo me ha dicho que si le podía cambiar mi móvil por el suyo, que le gustaba mucho más porque estaba nuevo y el suyo tenía un par de años y ya funcionaba un poco mal. Me ha sonado también un poco raro, pero total, hay que compartir, así que he aceptado. Al salir, ya por la tarde, un compañero que tampoco conocía mucho estaba con su madre en la puerta. La señora tenía berrugas en la cara y se le veían pelos en la barbilla, pero no importa, me he adelantado, me he presentado y le he dado dos besazos.

 

Esto es algo que a cualquiera le pasa a diario, ¿verdad?. Ah, no, que me lo acabo de inventar y son cosas que nadie haría. Pero entonces, ¿POR QUÉ NOS EMPEÑAMOS EN QUE LAS HAGAN NUESTROS HIJOS? ¿POR QUÉ LES OBLIGAMOS A HACERLAS? Nos empeñamos, varias veces al día. Queremos que presten, den y cambien sus cosas con otros niños, algunos de los cuales ni conocen. De los besos a las vecinas, amigas de abuelas y conocidas del barrio, mejor no hablar. Debe ser como una tortura para ellos. Constantemente obligados a hacer cosas que no quieren, y que nosotros mismos no haríamos. Y lo peor de todo, es que los pobrecitos, la mayoría de las veces, acceden. Porque se lo piden sus padres.

 

compartir

 

Así que nosotros vamos a explicar a nuestros hijos que es bueno compartir. Pero les diremos que compartan sus cosas con desconocidos solamente si ellos quieren. Y que den besos a desconocidos (principalmente desconocidas), sólo si quieren. Y que jueguen con desconocidos, sólo si quieren. No los vamos a obligar. Intentaremos convencerlos, eso sí, de que jueguen con sus amigos, compartan las cosas con ellos, se las presten. Y también intentaremos convencerles de que den besos a sus abuelos, resto de familiares y conocidos íntimos. Pero hasta ahí. Si yo no lo hago, ¿por qué ellos sí?

 

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Cosas de casa

 

No os voy a hablar de la serie de los noventa en la que Steve Urkel y sus vecinos vivían situaciones a veces surrealistas, aunque seguro que muchos de nosotros nos echamos unas buenas risas con ellos (qué grande Waldo Geraldo Faldo). Hoy os voy a hablar de otras cosas de casa. De las que se hacen en casa. De esas que, aunque no sean muy agradables nos quitan un tiempecito, o un tiempazo, a todos. Perdón, ¿a todos?

 
En un casa habitada por dos personas y tres personitas, hay mucho que hacer, tanto que nunca de acaba, o por lo menos, a nosotros eso nos parece. Es como picar piedra. Puedes picar, y picar, y picar. Puro nunca se acaba. Pues con esto pasa igual. Da igual el tiempo que tengas para fregar, planchar, barrer, cocinar, limpiar el polvo, hacer las camas, poner lavadoras, limpiar los baños, pasar el aspirador, (o poner la Roomba), fregar el suelo… Nunca es suficiente, porque nunca acabas con todo. Siempre te queda algo pendiente. Así que es muy importante la organización, para aprovechar bien el tiempo del que se dispone. Y, sobre todo, es muy importante colaborar. Todos. Al menos todos los que saben andar. Y principalmente mamá y papá. Sí, también papá. Y digo colaborar y no ayudar porque papá no tiene que ayudar a mamá. Papá y mamá colaboran, que es muy distinto.

 

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Desde el club de las Malasmadres andan empeñadas, y con razón, en concienciar de que esto, es cosa de los dos. Y para que todos nos demos cuenta de a qué nivel estamos en el reparto de tareas, nos proponen que hagamos una encuesta. En unos cinco minutos esta hecha y les ayudará tener mucha información sobre el punto en el que estamos en este asunto.

 
Soy consciente de que la mayoría de lectores de este blog sois mujeres. Y de que muchas de vosotras, llegadas a este punto, ya habréis hecho la encuesta. Pero os pido algo más. ¡Obligad a vuestros hombres a hacerla! Si no colaboran en casa, es muy probable que se den cuenta de que deben hacerlo. Y si ya lo hacen, se pondrán enormemente felices. ¡Obligadles! ¡Que la hagan! Y ya de paso, compartidlo en redes sociales para que la haga más gente usando el hashtag #somosequipo, más abajo se puede.

Huevos y queso

 

Un día cualquiera, están Julia, mamá y papá viendo la tele por la tarde. Hay un programa de una pastelería que hace tartas por encargo, temáticas. A Julia le encanta (aunque no tanto como el de vestidos de novia). Y en esto que, al ver como hacen una de las tratas, va y me pregunta que si me gustan los huevos. Y pienso: «ya la hemos liao». Porque papá no se ha comido un huevo frito en su vida, ni se lo comerá. Y cocido tampoco. Y a ver como sale papá de esta sin mentir a la niña. Y papá decide decir lo que sí le gusta en lugar de decir lo que no le gusta. Aunque, al final, no es suficiente, y la verdad sale a la luz.
– Papá, ¿a ti te gustan los huevos?
– En tortilla están muy buenos
– ¿Y sin patatas ni nada?
– Hombre, pues no. Un huevo frito no me gusta
– Buagh, un huevo frito…
Por lo menos no llegó a saber que JAMÁS he probado un huevo frito. Es superior a mis fuerzas. Pero claro, a ella le decimos (supongo que como todos), que hay que probar las comidas antes de decir «eso no me gusta».

 

Se supone que los niños deben comer de todo. Y deben probar de todo. Pero no siempre es tan fácil. Puede que a papá no le gusten los huevos, y puede que a mamá no le guste el queso. Ningún queso. Ni nada que haya tocado queso. Cada uno tenemos lo nuestro. Ni papá ni mamá somos de comer de todo precisamente. Y también tuvimos lo nuestro cuando eramos niños. Yo, por ejemplo, tenía pavor a una de mis tías porque siempre me hacía probar algo nuevo (la miel y el melón dan fe). No sufrí ningún trauma, pero no lo recuerdo agradablemente (la miel en contadas ocasiones y el melón no lo como). Y no sirvió de nada.

 

Así que la solución es relativamente sencilla. Mamá come huevos fritos y se los da a probar a Julia, mientras papá come una tortilla. Y papá come un cachito de queso y se lo da a probar a Julia, mientras mamá come otra cosa. Sí, ya se lo que estáis pensando. No podemos comer pizza. Pues sí. La hacemos casera, la mitad con queso y la mitad sin queso. Por cierto, Julia, aunque le gusta bastante el queso, la prefiere sin.

 

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¿Que comidas odiáis? ¿Cómo hacéis para que las coman vuestros peques?

 

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Es que soy celíaco

Cuando ofrecemos algo de comer a un niño (que no sea hijo nuestro o conocido), muchas veces no nos paramos a pensar en si puede tener alguna consecuencia negativa para él o no. La mayoría de las veces, y me incluyo, no preguntamos a los padres si quieren o si pueden comer lo que sea. Lo ofrecemos directamente al niño y dejamos que él decida. Pero ¿y si el niño es celíaco?¿y si tiene cualquier otra alergia?¿y si, por comer lo que le demos, luego no quiere cenar? Seguro que hay muchos niños que no saben si pueden comer o no lo que les estamos ofreciendo, y se dejan llevar simplemente por si les apetece o no. Son niños, lo más normal es que lo hagan. Sería mucho mejor para todos preguntarle primero a los padres, y, si les parece bien, luego ya que decida el niño.

 

Imagina que le ofreces a un niño algo tan simple como unos pocos de gusanitos. El niño, antes de que contesten sus padres, acepta. Ya solo hay dos opciones, que se los coma o que se coja un berrinche, así que mejor que se los coma. Al llegar a casa el niño no tiene hambre y no quiere cenar. Los padres insisten, el niño llora, los padres se enfadan… Una escena que no es nada agradable. Ahora imagina que le ofreces un alimento con gluten a un niño que es celíaco. Para que te hagas una idea, aquí puedes ver una lista de los síntomas de una intoxicación por gluten. Seguro que es menos agradable todavía que la situación anterior.

 

alergias

Todo esto viene por lo siguiente. El otro día estuvimos con unos amigos en un parque y tienen un hijo que es celíaco. Lo saben desde hace muy poco. Pero el niño es un campeón y, cada vez que alguien le ofrece algo, él dice «es que soy celíaco». Bien por él y bien por sus padres. No se me ocurre mejor forma de evitar sustos. No se si es algo habitual entre los niños celíacos o con alergias en general, pero me parece una gran idea.

 

Así que, personalmente, yo he empezado a no ofrecer chuches, galletas, frutos secos ni nada parecido a ningún niño que no sea mío sin antes preguntar a sus padres, y que digan que sí, claro. Es lo que me gustaría que hicieran con mis hijos, así que es lo que yo hago.

 

¿Qué os parece?¿Cómo lo hacéis vosotros?¿Como os gusta que lo hagan con vuestros hijos?

Hazme caso por favor

¿Somos los únicos padres que tenemos la sensación de que sus hijos no les hacen caso ni hacen lo que le decimos el 99 % de las veces? ¿Nos tenemos que preocupar por ver que dices haz esto o haz lo otro, pidiéndolo por favor, tranquilamente, y el resultado es nada, o justo o contrario? Vamos a ver ejemplos ilustrativos de dos situaciones cualesquiera.

 

Ejemplo 1

Domingo por la tarde en el parque. «Julia, nos vamos que es la hora de merendar». Julia dice que no, que un poquito más y ya. Que se lo está pasando muy bien y ya más tarde si eso.

 

 

 

«Julia, venga que además empieza la Patrulla Canina». A ver si así… Pero no. Otra vez que otro poquito más. Qué le vamos a hacer. Al final hay que elegir. Berrinche, o merendar tarde. Lo de intentar convencerla es muy complicado, y rara vez se consigue. El próximo día se lo empiezo a decir media hora antes de tenernos que ir. Si no, no hay manera.


Ejemplo 2

«Julia, vete a lavar los dientes». Julia va al baño. Se oye el grifo una vez, y otra vez, y otra vez… Suena el vaso de plástico contra la encimera del lavabo. «Julia, ¿qué haces?». Otra vez el grifo. Silencio. Otra vez el grifo. Diez minutos después, esta vez no ha tardado mucho, aparece Julia con las manos muy muy muy limpias, sin la chaqueta, y con las mangas y el pecho de la camiseta empapados. «Pero, ¿qué has estado haciendo, nena?». Pues de todo menos lavarse los dientes. La próxima vez habrá que decirle que se lave las manos, a ver si así se lava los dientes.

 

Es increíble la capacidad que tienen (lo siento por el resto de padres y madres pero espero que a la mayoría les pase igual), para desconectar y hacer lo que apetece, sea lo que se ha pedido o no. Es como hablarle a una pared. Aunque te digan que lo entienden y que lo van a hacer, olvidado en medio segundo.

 

¿Algún padre o madre nos puede confirmar si les pasa lo mismo? ¿Qué trucos usáis para que os hagan caso?  Ejemplos por favor.